martes, 2 de diciembre de 2014


SOÑAR CON EL TÍO

Todo parece estar dicho: el Tío -mi Tío-, como advirtiéndome que allí donde manda capitán, no manda marinero, se metió en mi mundo onírico para impedir que sueñe con angelitos y escuche, como por línea telefónica, los mensajes del divino salvador.

Como ustedes ya saben, cada vez que caigo en un profundo sopor, en el que a veces me veo transportado a otras dimensiones, sueño impajaritablemente con el Tío, como si lo tuviera metido bajo la piel o él me tuviera delante de sus ojos que, más que ojos, parecen dos pozos de lodo y fuego.

En las secuencias del sueño, que duran entre 100 y 120 minutos, no se me aparece como en las películas de Chaplin, en escenas torpes ni en blanco y negro, sino en tecnicolor como en las películas de cinemascope. ¿Quién sabe por qué? Quizás porque el Tío tiene la facultad de filtrarse en el subconsciente con la misma facilidad con que se filtran las imágenes por la retina de la memoria.

Lo insólito del hecho es que, a pesar de avanzar contra su voluntad suprema, me siento poseído en cuerpo y alma por su espíritu demoniaco. Él mira todo a través de mis ojos y blasfema contra todos a través de mi boca, utilizándome como un médium cada vez que se le pega la santísima gana.

En los minutos y segundos del sueño, donde el Tío se me aparece, ora vestido de Lucifer, ora vestido de minero, no me atrevo a decirle nada por temor a herir su sensibilidad y menos a reprocharle por temor a herir su orgullo, pues un simple disgusto podría ser suficiente para encender la chispa de su furia y el principal motivo para poner fin a mi vida.

Anoche, como casi todas las noches, lo vi caminando de puntillas, en medio de la mortecina luz que emanaba el pabilo de la vela, y acercándose hacia mí, con un dedo en la boca como para imponerme silencio, se sentó en la cama. Puso la palmatoria en el velador, tomó una de mis manos entre las suyas y me habló así: Ahora que eres mi siervo y aliado, espero que no te eches pa’atrás y te arrepientas del pacto que sellaste conmigo. Tú me diste vida con tu imaginación, como Dios le dio vida al primer hombre con su divino aliento. Tú te esforzaste para que mi estatuilla, forjada en roca y arcilla, tuviera vida, voz y movimientos, y para que castigara a los que, en actitud de rebeldía y soberbia, desobedecen mis mandatos de soberano de las tinieblas, aun sabiendo que soy el absoluto dueño de las minas y sus riquezas.

Yo, viéndome rendido a merced del Tío, cuya mirada me atravesaba como un relámpago de fuego, primero me alegré por dentro y, a poco pensar que la cosa iba en serio, me angustié como nunca y dije para mis adentros: ¡Pucha, caray! ¿Por qué mierdas vendí mi alma al diablo? ¿Ahora qué hago?

Y como no sabía qué hacer, quise gritar, chillar, pedir auxilio, pero fue inútil; tenía la garganta seca y cerrada. Me sentía como una porquería cualquiera, como una criatura soltada de la mano de Dios, quien, por cierto, hace mucho ya que me negó su misericordia y me cerró las puertas de su paraíso celestial.


El Tío se levantó de la cama, alzó la palmatoria del  velador y, retirándose a paso lento y sin despedirse, se perdió detrás de la puerta, dejándome sumido en un remanso de dudas y temores. Lo más jodido es que uno, por mucho que no quiera, ama más al diablo que a Dios. Quizás sea porque dentro de nosotros habita más la maldad que la bondad de la leche humana. ¿O me equivoco?

Cuando desperté, el sol se encontraba en su punto más alto y en el cuarto aún flotaban palabras e imágenes difusas, como si el mismísimo Tío, a modo de macanearme más de la cuenta, los hubiese dejado allí, con la intención de hacerme creer que todo lo que forma parte de la realidad, forma también parte del mundo onírico en cuyo telón de fondo se reproducen, como en una película proyectada en función rotativa, las palabras e imágenes que bullen en el pozo de la memoria.

Desde que lo conocí al Tío, en mi primera visita al interior de la mina, no he dejado de pensar en él ni un solo instante. Lo llevo conmigo por donde ando y desando, como si fuese mi propia sombra, dispuesto a no dejarme vivir en paz, ni de noche ni de día. Y lo que es más grave, a veces, me parezco a él en los dichos y los hechos, pues queriendo hacer el bien, como todo filántropo de capa y espada, siempre acabo haciendo el mal por la maldita suerte de haber nacido de pies y no de cabeza.  

Apenas me senté en la cama, empecé a llorar bajito, como si el sueño hubiera sido una realidad y no un simple reflejo de mi fuero interno. Así estuve por un tiempo, hasta que escuché una voz llamándola desde el patio, donde los inquilinos de la casa, vestidos de luto y con guirnaldas de flores artificiales, se congregaron para asistir a mis funerales.

Eso sí, no puedo resistir a la tentación de compartir con ustedes mis sueños con el Tío, aunque siempre que escapo de sus garras, despertándome empapado en sudor y con una angustia devorándome por dentro, me siento como un condenado que retorna al reino de los vivos, cargando a cuestas un miedo acosador, que ni pa’qué les cuento.

Por lo demás, ustedes me dirán qué debo hacer para liberarme de él y de los sueños que, más que experiencias oníricas, parecen pesadillas metidas en el fondo de mi alma, atormentándome con la misma inmisericordia con que un amo atormenta a su esclavo, venga de donde venga. ¡Qué carachos!

Cuando encuentren una posible solución a mi problema existencial, les suplico que, por favor, me lo hagan saber a través de mi blog, correo electrónico o cuenta de Twitter; de lo contrario, esto que escribo después de haber huido de mi más reciente pesadilla, será lo último que les cuento en vida.

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